La
ofensiva rusa ha llegado a Berlín y los últimos días del Tercer Reich están
próximos. Es entonces cuando a Hitler le pasa lo que a cualquier matón de
colegio cuándo le vienen mal dadas, que ve como sus amigos del alma ya no lo
son tanto, aunque siempre quede algún camarada leal hasta el final, aunque este
incluya una dosis de cianuro en boca.
En El hundimiento han sido los
propios alemanes los responsables de presentar la figura de Hitler en sus
últimos días, teniendo el tino de hacerlo desde la mayor objetividad posible,
lo que permite algún interesante claroscuro en su análisis, aunque siempre sobre
la base de que bien del todo no estaba. Bruno Ganz fue el encargado de
jugársela para dar vida a este Führer de una locura que llevó a la muerte a
cincuenta millones de personas, y el resultado no puede ser más brillante, una
lección magistral de interpretación. Una película dura, con alguna secuencia de
muy difícil digestión, pero necesaria, tanto para ver el lado de los vencidos,
pocas veces representado en el cine, como para ser testigos de cómo una mala
idea puede ser demoledoramente trágica. Y seguimos sin aprender la lección.
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