Tony Montana condensa en su escaso metro setenta toneladas de mala leche y ambición desmedida, lo que le lleva a que, sus aspiraciones, no se limiten a la cata del material con el que trafica.
Brian
De Palma remakeaba el clásico de 1932 de Howard Hawks sustituyendo el alcohol
por la coca como macguffin de una trama que justifique las acciones, casi siempre
poco edificantes, de su protagonista. La ironía la encontramos en un relato construido
por un Oliver Stone en plena dependencia de la cocaína, lo que lleva a un soberbio
guion donde no hay lugar para la redención y si para la violencia. Al Pacino
dejaba de lado el estilo pausado e inexpresivo de Michael Corleone para dar
vida a un torbellino cubano incapaz de parar quieto medio segundo. Eso sí,
listo como las ratas, capaz de ascender de chico de los recados a magnate de la
droga llevándose consigo por el camino a una musa con la mirada de Michelle
Pfeiffer. Y anda que no se han vendido camisetas con Tony Montana blandiendo su
M16.

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