Un
asesino de niños con afición por el silbo canario acabará convertido en cazador
cazado cuándo, no me digas por qué, la ciudadanía (seguramente por aquello de “a
mis niños solo les pego yo”) acabe harta de sus desmanes.
Fritz Lang ofrece en uno de sus
últimos trabajos filmados en su Alemania natal (se exilio por no sé qué tema
del nazismo) la primera gran película sobre asesinos en serie, con un criminal
al que curiosamente, gracias a la patética (y no por mala) interpretación de
Peter Lorre, el público acabará compadeciendo. Sorprende la increíble pericia
técnica del director (recordemos que estamos en 1931) a la hora de componer
planos y secuencias totalmente innovadoras, eso sí, sin olvidar su querido expresionismo
a la hora de diseñar las imágenes que mostrará en pantalla. Esta maravilla
constata que no hace falta usar una sola gota de sangre para dejarte mal
cuerpo, basta con un globo suspendido enganchado en el cableado eléctrico.

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