En
la Francia del Siglo XVII en un convento tiene lugar un desmadre de tal calibre
que deja en juego infantil las idas y venidas de los concursantes de La isla de
las tentaciones.
Basada en un hecho real cuya
explicación final tenía poco de demoniaca y mucho de terrenal, el cineasta Ken
Russell tuvo la excusa perfecta para desplegar toda su parafernalia excesiva en
el fondo, barroca en las formas y con ese afán constante por incomodar al
respetable. Y es por eso precisamente que estos demonios acaban por saturar,
por la insistencia de su director de resultar molesto con cada secuencia,
aunque visual y arquitectónicamente la película llame la atención. Un desmadre
en el que Oliver Reed parece disfrutar de lo lindo y con una Vanessa Redgrave
contagiada por esa ida de olla colectiva que parece arrastró a todos los
participantes en la película.
No hay comentarios:
Publicar un comentario